Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


Yo tambien espero un milagro.

Se acaba de cumplir un año de la muerte de Vicente Ferrer.
Estoy preparada para que algunas voces de la iglesia se levanten estos días tímidamente para recordarnos este acontecimiento que convulsionó el corazón de tanta gente, aunque la mayoría intentarán ignorarlo y silenciarlo, igual que hicieron - para su vergüenza- cuando murió.

Cierto es que, cuando murió, Vicente Ferrer ya no era sacerdote, como ya no lo es Leonardo Boff, uno de los autores de la Teología de la Liberación, y tantos otros sacerdotes que dedicaron su vida a difundir el cristianismo, olvidando los dogmas y dedicándose a llevar a la acción su compromiso personal con la fe cristiana y con los auténticos “dogmas” que legó Jesús y que no son otros que la solidaridad, la justicia, la compasión, la piedad, la humildad, el perdón, el amor...

Así, mientras Ratzinger instaba a ofrecer a Kiesle, cura de California condenado por abusos a menores, "todo el cuidado paternal posible" y se oponía a su destitución "por el bien de la Iglesia Universal"; mientras se oponía tambien a la expulsión de la iglesia de Lawrence Murphy, quien abusó durante años de unos 200 niños sordos en Wisconsin, al mismo tiempo obligaba al silencio y forzaba la salida de la iglesia al franciscano Leonardo Boff por sus ideas “marxistas” de compromiso con los pobres y de lucha por la justicia social y los derechos humanos.

Sería interminable el listado de sacerdotes católicos que se han visto obligados a abandonar las filas de la iglesia católica por motivos similares.

Sinceramente, ignoro los argumentos concretos por los que Vicente Ferrer se vio obligado a abandonar a los jesuitas, más allá de que la Iglesia no estuviera de acuerdo con sus métodos y prácticas. Pero en cualquier caso, estuvo bien si eso le valió para enamorarse de Ana y formar con ella una familia que le ayudara en su misión, le ayudara en su trabajo y mantuviera su legado después de su muerte.

Esto me hace recordar que fue el papa Inocencio II quien, hace 900 años, instauró la prohibición de matrimonio de los sacerdotes porque le preocupaba que los bienes que poseían -en aquel momento la mayoría eran de posición económica elevada- fuesen compartidos con la esposa y los hijos del sacerdote casado.

Sé que en este post voy de un lado a otro. La verdad, así es como ando esta mañana mentalmente, dándole vueltas una vez más a la iglesia católica y entrecruzando estos pensamientos con la vida de Vicente Ferrer, su compromiso con los pobres, los desheredados, los “intocables” de la India.

Ese Vicente Ferrer que se planteó un día que no podía emplear un agua escasa o inexistente en el rito bautismal, porque esa agua que derramaba sobre la cabezas de la gente la necesitaban para beber.

Y así, nuevamente, mi mente vuela otra vez a Ratzinger, a Rouco Varela...
De verdad, después de mis primeros arrebatos de rabia, lo único que me queda en el alma es una tristeza infinita, cuando pienso donde ha ido a parar el legado de aquel humilde y valiente Jesús de Nazaret, hoy amordazado y silenciado, condenado y crucificado nuevamente por los dogmas, las políticas, la hipocresía, la doble moral y los fastos de la Curia Romana.

Aunque para mí y para tanta otra gente, el auténtico legado, la continuidad de aquella iglesia que Él quiso edificar sobre la cabeza de Pedro, no está en las manos de Ratzinger y su séquito, sino en las de personas como Vicente Ferrer o Leonardo Boff, y en las de cada uno de nosotros que seguimos creyendo que hay que seguir adelante en este trabajo por erradicar la pobreza, el sufrimiento y la injusticia en el mundo.

Y como Vicente Ferrer, me quedo con aquellas palabras que colgaban de una de las paredes de su humilde cuartito en Anantapur “Espera un milagro”

Un milagro que él, como tantos otros, hizo posible; no sé si con la ayuda Dios, pero lo que está claro es que no fue con la ayuda de Iglesia Católica.

“Si quieres actuar en esta historia de la humanidad donde la pobreza es la enfermedad cumbre, se ha de dar un movimiento humano de los que tienen hacia los que no tienen nada. Así se hacen los milagros” (Vicente Ferrer)

Soy "funcionaria"

Ejerzo de funcionaria desde hace más de 30 años y la rebeldía que me caracterizó siempre la llevé también a mi trabajo: Jamás, jamás, dejé de participar en una huelga, en un paro horario... aunque no fuese conmigo, siempre actué de forma solidaria en este sentido. Incluso llegué a tener un cargo de responsabilidad en un sindicato.

Pero esta vez yo he sido una de esas personas que no han ido a la huelga. He optado por asumir plenamente mi responsabilidad: mi parte de responsabilidad en el proceso que nos ha conducido hasta la crisis que padecemos, y mi parte de responsabilidad en la forma de salir de ella.
No puedo escurrir el bulto justificando mi actitud en la actitud que adopten los demás. De la misma manera que no puedo actuar pasivamente ante una guerra porque los gobiernos lo hagan, ni puedo tirar una colilla al suelo porque los demás lo hagan, ni malgastar el agua, porque los demás lo hagan, ni dejar de hacer cualquier cosa porque los demás no lo hagan.

Esa actitud ante la vida ya no calma mi conciencia, afortunadamente. Entendí e integré en mí esas frases tan manidas como “el cambio empieza por uno mismo” “Si quieres cambiar el mundo cámbiate a ti”,...
En este momento social tan crítico que atravesamos, entiendo que es imprescindible que se produzca un cambio. Entiendo que es necesario que cada uno demos un paso más allá de nuestras teorías y empecemos a llevarlas a la práctica. Entiendo que hay que dejar de hablar de solidaridad y justicia y aplicarnos esos conceptos a nosotros mismos.

Tal vez nuestro sistema económico y social esté en crisis, pero yo no lo estoy como persona, y me niego a dejarme arrastrar interiormente por esta crisis, por este caos, por este ambiente convulso de crispación e indignación que solo mueve a las masas cuando les tocan sus propios bolsillos.

Sí, me han tocado el bolsillo, y sé que hay otros más llenos que el mío; y sé que siempre nos toca a los mismos; y sé que hay agujeros de fraude fiscal que aliviarían o, incluso, resolverían esta crisis. Sé que hay gente que con lo que cobra en un mes alimentaría a docenas, cientos o, incluso, miles de familias... claro que lo sé. Y espero que los poderes públicos los busquen y sacudan en sus bolsillos en la misma proporción que lo han hecho con el mío.

Pero eso no justifica que yo no arrime el hombro.
Sé que hay gente muy por encima de mí que no lo hace, pero también sé que hay otra muy por debajo de mí que me necesita.

Tendré que ajustarme un poco más. Es verdad que ya me viene justito y, ahora, me vendrá un poco más apretado. Pero he hecho revisión de mi día a día, de mis hábitos y costumbres y soy consciente de que la mayoría de esas cosas que considero “necesarias” no lo son en realidad.

Es mi responsabilidad; también es la responsabilidad de otros, lo sé. Pero, además, se trata también de una cuestión de conciencia: allá los demás con sus propias conciencias.

Recibo mails de un amigo desde Camerún, que trabaja para una ONG. Cuando los leo totalmente conmovida, no puedo sino mirar a mi alrededor e indignarme ante la indignación de muchos de mis compañeros que protestan por la pérdida de su poder adquisitivo, pero miran hacia otro lado mientras un niño muere en ese instante por no tener una aspirina, o mientras el futuro inmediato de los niños de su propio rellano de escalera está en el aire, porque a sus padres los han despedido del trabajo.

Llevamos mucho tiempo oyendo hablar de los motivos que nos han traído hasta aquí. Ya somos todos expertos en economía de mercados, sabemos lo que ha pasado con las financiaciones bancarias y todos hablamos con mucha seguridad de la burbuja inmobiliaria...

¿Y ahora qué? Jamás he escuchado una sola voz que reconozca haberse equivocado, bien por haber vivido por encima de sus posibilidades, o por haber considerado “necesarias” cosas que en realidad no lo eran.

Es fácil echar la culpa al sistema, a los bancos, a los gobiernos,... lo difícil es asumir nuestra propia responsabilidad.

Asumo que por mi actitud y mi forma de vida en el pasado he sido parte del problema, y entiendo que ahora me corresponde ser también parte de la solución.

Empezaré por arrimar el hombro ante esta situación desesperada para tanta gente. Y continuaré proponiéndome, firmemente, cambiar mi escala de valores y dejar de dar tanta importancia a esas cosas que, supuestamente, me hacen feliz y que cuestan dinero: con mis necesidades básicas cubiertas, lo que verdaderamente me hace feliz... es gratis.

Savia nueva

El campo desde mi terraza es un escándalo.

La primavera ha tardado y anda a la greña con el verano que ya reclama su sitio. Así, empieza a hacer un calor de mil demonios pero las amapolas y los campos verdes de trigo que llegaron con retraso se entremezclan y me producen una extraña sensación (en cualquier caso, muy hermosa)

El invierno ha sido largo, gris y muy triste, y eso que a mi me encanta el invierno porque su luz y sus atardeceres con sus miles de matices son, para mi, incomparables con los de cualquier otra época del año.

Pero necesitaba el calor, las amapolas, las arboledas, las mariposas, y que la familia de salamandras, que vive sin permiso en mi terraza, se despertara por fin para darme sustos mientras riego las plantas.

Parece que el alma se ensancha y se despierta, como las hojas de los árboles y las mariposas.

Para mí esta primavera está siendo especialmente bien recibida después de un largo otoño y un invierno interminable que parecían haber anidado en mi propio corazón.

Tengo la sensación de haber pasado unos meses hibernando, como el campo y mis tortugas. Unos meses de frío, de silencio y de quietud.

Ahora siento una especie de mareo. Es como tener que aprender de nuevo a andar. También como mis tortugas, que pasan unos días con los ojos abiertos, caminando muy lentamente y sin apenas comer  hasta que se espabilan del todo, y se pasan las horas tomando el sol completamente despatarradas sobre las piedras, supongo que para cargarse de energía después de tantos meses de letargo.

Definitivamente, la primavera es un buen invento cuando una tiene ganas de renacer para vivir con toda intensidad lo que la vida nos traiga. Y yo tengo muchas.

Mas que nunca siento que la vida es un regalo y que hay que saber aceptarlo sin reservas y con una inmensa gratitud.