Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


La niña que soñaba en tecnicolor

Conocí a una niña que soñaba. Soñaba con ser princesa, con volar como las mariposas, con nadar bajo las aguas con su cola de sirena...

Cuando creció, siguió soñando con un mundo de calmas y atardeceres, de anémonas, margaritas y bosques encantados.
Compartió sus sueños con todo aquel que se acercaba a ella y cogiéndole de las manos lo acercaba hasta el umbral de sus sueños de colores, de montañas verdes, de lagos azules, de mares esmeraldas profundos e infinitos.

El único cambio significativo que se produjo en sus sueños fue que, con el tiempo, ya no solo quería volar como las mariposas y quiso imaginarse Juan Salvador Gaviota para poder volar más lejos, más lejos, más alto, más alto,... más allá de los mares y los cielos azules e infinitos.
Y así, desde esa nueva perspectiva, observó como el paso tiempo seguía dibujando sus sueños de muchos  más colores, y descubrió nuevos horizontes con bosques, lagos, mares y desiertos, pájaros, peces, flores y gentes de todos los colores. Y la libertad. Y el amor. Y la consciencia.

Hoy he tenido noticias de aquella niña que creció y que, finalmente, despertó de sus sueños de colores. La despertaron gentes que nunca soñaron, y gentes que una vez soñaron y fueron despertadas bruscamente por las gentes que nunca sueñan.
Su mundo de arcoíris se llenó bruscamente de sombras grises, mares grises, cielos grises y bosques grises; todos sucios y maltrechos a causa de las gentes grises que nunca supieron soñar en colores.

Hoy fui a buscar a aquella niña que soñaba para tomarla de la mano, para mostrarle esos mundos quiméricos y luminosos que todavía existen mucho más allá de las sombras, pero la encontré cansada, muy cansada. Su mirada era triste y sus ojos ya no reflejaban el azul del mar, el verde de los bosques, ni las anémonas y los desiertos policromados.

Quise cogerla de la mano y tirar de ella, pero no pude. Quise hablarle de las gentes de colores que sueñan todavía con mundos de colores, de la libertad, del amor, pero no me escuchaba.

Todo cuanto pude hacer fue dejarla allí, buscando la caricia de las olas, con la mirada perdida en los espacios infinitos que una vez surcó creyéndose Juan Salvador Gaviota.


He decidido dejarla descansar.
Tal vez, en su soledad, consiga dormir y despierte con nuevos sueños dibujados en sus pupilas y nuevos deseos de volar como las gaviotas, de surcar los mares como las sirenas, de caminar sobre la tierra cogida de mi mano y de la mano de aquella gente que hoy, todavía, sigue soñando en tecnicolor.

Por favor, no hagáis ruido. Dejadla dormir.


CONFESIONES ENTRE LUCES Y SOMBRAS


Inicié este blog en un momento de mi vida en que me giré hacia dentro de mí misma. Todo a mi alrededor me indicaba que era la hora del silencio, o al menos así lo interpretaba yo. Tenía la sensación, a veces la evidencia, de que mis palabras atravesaban vacíos para volverse contra mí como cuchillos afilados.
Para mi fue todo un reto, un enorme y difícil desafío, perder el  miedo a comunicarme y a compartir con seres invisibles y desconocidos lo que no podía, o quería, o debía,  compartir con mi propia gente.

Fue uno de los momentos más duros de mi vida, en los que todo se tambalea  y acaba derrumbándose bajo tus pies:  la confianza en los demás y, sobre todo, la confianza en mí misma. Así acabé intentando aislarme de un mundo al que dañaba y me dañaba, intentando entender qué había ocurrido, buscando porqués y navegando entre sombras, entre las  propias sombras de mi alma, hasta empezar a atisbar y a comprender que dentro de mí no solo había crepúsculos y oscuridad, sino también luminosos amaneceres de una luz cegadora.

Aquello estuvo bien, como todo lo que nos pasa en la vida, y cuando miras hacia atrás te das cuenta de que hasta lo peor de lo que has vivido, de lo que has sentido, era necesario para seguir caminando hacia la luz cada vez más brillante que te sigue indicando la dirección  correcta en medio de la encrucijada.
Y solo tienes la certeza de que esa es la dirección acertada cuando, un pie tras otro, consigues retomar tus  pasos, desde la calma y la armonía, contigo misma, con los demás y con el mundo.

Dejamos cosas que amamos en el camino, es verdad. Dejamos cosas que creíamos  imprescindibles hasta para respirar. Dejamos cosas que tal vez seguimos añorando desde la distancia de los pasos recorridos desde aquel momento en que las soltamos. Desapegarte de las cosas que más amas, que te mantienen en pie, es lo más duro, al menos para mí.

Pero cuando te tambaleas sin ellas y descubres que puedes retomar el equilibrio y seguir caminando, comprendes que no hay nada, sino nuestra propia voluntad, nuestra propia consciencia, capaz de mantenerte en completa armonía con la vida. Lo demás no son sino regalos que la vida nos ofrece a cada instante. Regalos que se disfrutan y te enriquecen. Regalos que se desgastan, que se pierden, que se marchitan como las flores, o que a veces incluso se mantienen frescos en el tiempo y en el espacio que dura nuestro viaje.
Ofrendas de la Vida que nos brinda a cada instante y que también aprendí a aceptar y a disfrutar,  con alegría y gratitud.

No sé que me deparará  hoy el día, pero, de momento, mis dedos se deslizan sobre este teclado, mientras por mi ventana entra la luz gris de este día de marzo, y vientos que arrastran semillas de margaritas y amapolas que pronto veré crecer sobre los campos.

En esta mañana, llena de promesas, todavía no sé cuales se verán cumplidas, pero tan solo la oportunidad de poderla vivir ya me hace sentir agradecida y alegre.
Alegre, alegre, alegre... y agradecida.


El Café Hafa de Tánger

Hace un tiempo que empiezo a notar el cosquilleo de Tánger, y acabo de descubrirme mirando un calendario y buscando una fecha posible y cercana para  arrancar el motor de mi coche, enfilar hacia el sur, y embarcarme en un ferry  caminito de esa ciudad que me tiene atrapado el corazón y las entrañas.

Yo, que no suelo recordar mis sueños, llevo varios días que me despierto con la imagen bulliciosa de sus calles y con algunas de las caras que, a fuerza de ir tantas veces, ya me resultan familiares. Pero, sobre todo, me veo subiendo la colina que me conduce hasta el Café Hafa y pidiéndole al hombre de siempre, enjuto y de cara adusta, un té a la menta rebosante de hierbabuena, mientras mi mirada se pierde en esas aguas donde se funden el mar Mediterráneo y el océano Atlántico en un abrazo de azules increíble.

El día que tuve la suerte de conocer personalmente a Luis Eduardo Aute, autor de la canción “Hafa Café”, le dije que teníamos algo en común, el Hafa,
-“¿Sigue siendo tan cutre?” me preguntó.

 Un lugar “cutre” donde la vida se abre paso entre las flores, las gaviotas y la esperanza de aquellos que miran al horizonte soñando con una patera que los cruce hasta el otro lado, ese horizonte prometedor donde se adivina, de un verde brillante e intenso,  la costa española, el sueño de una Europa que no es –ni con mucho- lo que ellos imaginan.

Las mesas de sus terrazas han sido testigos mudos de momentos importantes de mi vida y de algunas de las personas que yo mas quiero. Allí he visto llorar a mi gente, y he visto reír a la misma gente. Allí hemos trazado sueños y hemos intentado enterrar el dolor y la tristeza.
También me he sentado sola, con un cuaderno en la mano donde plasmaba mis sueños y mis decepciones, o con un libro, en cuya lectura no avanzaba a fuerza de levantar la mirada buscando el azul del mar. Incluso he viajado sola hasta el Hafa de Tánger con el único propósito de no hacer nada, tan solo el de abandonarme al lugar y al momento, y limitarme a sentirlo y a sentirme.

El Hafa se abandona en la colina de Tánger y se descuelga perezoso hacia el mar.
La modernización ha querido barrerlo, pero no ha podido. La última vez que estuve contemplé las obras de construcción de una carretera que se llevó el mar de cañas, zarzales y adelfas que lo unían al otro mar de azules aguas. Ver el cemento a mis pies me causó una infinita tristeza. Pero, en cualquier caso, el Hafa se mantiene orgulloso sobre sí mismo, dominando el horizonte y atrapando vientos, atardeceres, sueños, lágrimas, risas, música y promesas.

Cuando estoy allí, imagino a Bowles y a Bertolucci  escribiendo durante semanas el guión del “Cielo Protector”. Imagino los flequillos insolentes de los Beatles, el pincel mágico de Matisse, la ternura de Aute, la guitarra de  Jimi Hendrix, las plumas de  Hemingway y Miller volando sobre un papel..., todos ellos se han sentado en las mismas mesas desvencijadas, en las mismas sillas oxidadas en las que yo me sigo sentando cada vez voy.

El Hafa es la libertad, el lugar prohibido donde los tangerinos fuman sus pipas de kif, las mujeres se quitan el velo, y por las noches se escuchan los acordes de una guitarra española o los sonidos de las darbukas.
El Hafa huele a salitre, a flores, a marihuana y a hierbabuena.

Cierto es que con el tiempo se va transformando, y que no solo cubrieron de cemento el pie del acantilado donde mueren sus terrazas, también los jóvenes escuchan los 40 principales o los partidos de futbol de la liga española, pero el Hafa continua conservando su esencia, su belleza, esa energía que cautivó a músicos, pintores, escritores y cineastas. Esa magia que me sigue atrayendo, ese velo de misterio que se alza orgulloso sobre la colina y se descuelga, por el otro, lado hacia los acantilados sobre dos mares. 

Y no tengo que volar hasta el desierto que se extiende más al sur, para sentir que realmente me encuentro bajo un cielo protector donde nada malo puede pasarme, donde tan solo hay una cosa que puedo hacer, solo una, sin más opciones: vivir el instante.

No puedo cerrar esta página sin repetir la frase que tanto significa para mí y para algunas de las personas que yo más quiero: Te espero esta noche en el Hafa Café.

Os espero ahí a todos, en un lugar donde el tiempo se detiene y no te queda más remedio que sentirte vivo.


Aqui os dejo unas imágenes de Tánger y del Hafa Café, con la voz de fondo de Luis Eduardo Aute y los rostros de algunas de las personas amadas con las que he tenido el privilegio de compartir un té a la menta mirando hacia los dos mares.



El arcoiris y la magia de fregar unos platos.


La vida está llena de magia.

El simple hecho de fregar unos platos en la cocina de mi casa fue el inicio de un mágico momento.
De repente descubrí como, al dejarlos en el escurridor junto a la ventana, mi mano se iluminaba con todos los colores del arcoiris. Me quedé inmóvil y le seguí “la pista” hasta llegar al suelo. Allí estaba, él, con todos sus colores, con toda su belleza, a mis pies, como si estuviera marcándome  un sendero de luz y de armonía. 

Jugué con él como una niña, y  comprobé que nunca lo puedes pisar, él siempre te pisa a ti, que la luz lo inunda todo, salvo que tu misma supongas un obstáculo en su camino y, aún así, siempre dejará una parte de ti iluminada, justo la que no ves.

Pensé que allí, en mi mano, tenía todos los colores del mundo. Todos los colores del bosque en otoño, de todos los peces del mar, de todas las aves tropicales, de todos los atardeceres, de todas las miradas de toda la gente del mundo... Todos los colores, todos, en mi mano.

Vivimos rodeados de cosas aparentemente simples pero que, si nos paramos a pensar en ellas, resultan sorprendentes, inabarcables, maravillosas.
Así es como las 7 notas de un pentagrama encierran infinitas sinfonías, y las 27 letras de nuestro alfabeto guardan todos los libros de mi biblioteca, millones de tratados, infinidad de cartas de amor escritas y aún por escribir.

Si lo miras bien, todo esto es como un milagro, como hacer magia. Pero, en realidad, no es más que una prueba más de que en las cosas mas simples, más sencillas, más insignificantes, podemos encontrar  un universo infinito de música, de color y de emociones.

Como siempre, como en todo, tan solo hay que ser conscientes y caminar  con los ojos bien abiertos, aunque tan solo estés fregando los platos.

Escuchar como crece una flor

Recuerdo muchas veces aquel día, tumbada sobre la pinocha junto a mi padre, en un claro del bosque a la orilla del río Cabriel.
No recuerdo los años que tenía: 5, tal vez 6, o quizás menos.

Junto a nuestras cabezas crecía un romero que no era mucho más grande que mi mano. Tampoco recuerdo de qué podríamos estar hablando, pero seguramente él estaría dándome una de esas lecciones que los padres damos a nuestros hijos y luego, como es el caso, olvidamos demasiado rápido y demasiadas veces.
Lo único que tengo claro, por descarte, es que me estaba hablando de la naturaleza y de la vida, porque de aquella conversación tan solo recuerdo una parte, y es aquella en la que me hizo levantar la mirada mientras él señalaba a la pequeña planta de romero:

¿Ves este romerito? Pues cuando nos vayamos de aquí él seguirá creciendo y creciendo, y algún día podrá llegar a ser más alto que tú si lo dejamos crecer tranquilo, porque hasta las cosas más pequeñas pueden convertirse en grandes cosas, pero no nos damos cuenta porque no nos fijamos en como lo van haciendo."

No recuerdo si me planteé a qué cosas se refería, salvo a aquel romero y a los árboles que nos rodeaban, pero juro por Dios que aquel momento lo llevo en la memoria desde entonces, y lo recuerdo con la misma claridad que si hubiera transcurrido hoy mismo. Tampoco recuerdo que pude contestarle, o si él siguió hablando más. Solo recuerdo esas palabras, y a nosotros dos mirando atentamente aquella plantita, y - vete tú a saber porqué- lo mucho que me marcaron.

El sentido de aquella observación se lo fui dando poco a poco a lo largo de mi vida. Pero, incluso en aquel momento, adaptándome al sentido mas literal y concreto de sus palabras -que era hasta donde yo podía llegar por mis pocos años- me hizo vivir y experimentar auténticos momentos mágicos ya en mi infancia.

Y así, me acostumbré desde niña a tumbarme en silencio bajo los árboles, junto a las plantas y los arbustos, y a observar sus pequeños cambios casi imperceptibles, sus procesos de floración y el cambio de color de sus hojas. Me acostumbré a hablarles y a acariciarlos y, cerrando los ojos, intentaba incluso escucharles. Siempre estuve convencida de que parte de los sonidos que escuchaba con los ojos cerrados era el de las propias flores creciendo, e intentaba identificarlos sobre los demás sonidos del bosque.

Hoy he recordado a aquella niña, tumbada en medio del bosque, creyendo escuchar como crecían las flores, y me ha inspirado una ternura tan infinita...

Siento una profunda gratitud hacia mi padre porque, tal vez sin darme cuenta como él decía, fue también creciendo en mi interior esa increíble conexión que tengo con la vida y que aprendí desde niña caminando por el bosque, observando sus cambios, sus procesos, sus sonidos, sus colores... Las piñas se cierran cuando llueve y, solo entonces, puedes ver a las ranas jugando y yendo de excursión, a saltitos, entre las piedras de la orilla.

Y yo, que tengo una especie de fobia por todo aquel animalito con patas clasificado como arácnido, dejo que las arañas tejan sus telas entre las plantas de mi terraza, y les pido perdón cundo las molesto mientras destrozo su tela para decidir si hoy será un buen día para ir a la playa: cuando las observo presurosas retejiendo su tela sé que puedo coger mi toalla, pero si pasados 15 minutos todo continúa igual, mejor me quedo en casa porque, seguramente, esta tarde me sorprenderá una tormenta de verano.



La verdad, todavía hoy me gusta tumbarme bajo los árboles, mirar el cielo entre sus ramas y cerrar los ojos para escuchar lo que me dicen. Y, todavía hoy, estoy convencida de que alguno de los sonidos que escucho es el que emiten los romeros y los espliegos al crecer, aunque todavía no haya aprendido a distinguirlo.

El auténtico milagro se da cuando te sientas, silenciosa, a escuchar el sonido de tu propio corazón y a observar como la Vida y el amor van creciendo en él, como las flores.

Tan solo, como me dijo aquel día mi padre, hay que ser conscientes.



Ser mujer y ser mayor: pedir clemencia o revelarse.


No es mi intención entrar en debates sobre monarquía, nobleza ni aristocracia; ni sobre los grandes terratenientes y el origen de sus haciendas.
Dejando eso totalmente al margen tengo que decir que la reciente boda de la Duquesa de Alba ha hecho prender en mí, una vez más, la mecha de la impotencia ante los mecanismos sociales que levantan las olas de moralinas, prejuicios, mentalidades cuadriculadas, machismo y “ancianismo” (no se ha inventado -que yo sepa- la palabra que defina la marginalidad a la que están sometidas las personas mayores en general y las mujeres en particular)

Estos días he oído de todo, chistes fáciles y comentarios indignados que, con la excusa de la Sra. duquesa, se han ido ampliando y generalizando sobre el resto de la población que llamamos “tercera edad” y, en especial, sobre las mujeres.

No me queda mucho para entrar en ese club y tiemblo solo de pensarlo: el culto a la juventud, al cuerpo, a la imagen,... ¿Qué será de mí, señor?  Entre pedir clemencia y revelarme, elijo lo último y abogo por quienes no se atreven todavía a hacerlo, víctimas del miedo y los prejuicios.

Abogo por ti, mujer que has trabajado, has parido, has vivido encadenada a tu condición de mujer, siempre en segundo plano, sometida a la voluntad de tus padres, de tu marido, de tus hijos..., a las maledicencias de tus vecinos, a los juicios sociales por tu forma de vestir, de caminar, de reírte, de cocinar, de limpiar los cristales o de dirigir una empresa. Y por ti, que has tenido las narices de luchar por abrirte camino en un mundo de hombres, teóricamente más fuertes, mas valientes y más capacitados para todo. Abogo por ti, mujer, objeto de burlas y risas porque aún eres capaz de enamorarte  con tu pelo cano y tu vientre y tus pechos ajados de embarazarte y parir, de trabajar duro y en silencio.

Deja ya de pedir perdón por ser mujer y  llegar a vieja. Deja ya de pedir perdón porque quieras vivir en libertad lo que te reste de vida. Deja de pedir permiso a los hijos que construyeron  sus propias vidas, y a los vecinos de tu calle que alivian la mediocridad y el aburrimiento de su día a día  juzgando el tuyo.

Sé libre, mujer, y deja ya de pedir perdón por sentir esas ganas de vivir.

Si el amor se cruza en tu camino, vívelo con toda intensidad; y a esa gente que aún cree que una relación de pareja es básicamente sexual, explícales que eso no se acaba con los años, sencillamente evoluciona con nosotros, es mucho más rica de lo que ellos creen, y hay muchas maneras de vivirla. Y que, en cualquier caso, la ternura, la complicidad, los sueños compartidos, la común ilusión de vivir, de viajar, de leer, de conversar, de caminar de la mano al atardecer, pesan mucho más que un mero coito; y compadécete de aquellos que  basan una relación, fundamentalmente, en un pene erecto y un cuerpo de mujer lozano, porque triste futuro les espera de frustración, fracaso, vacío y soledad.

Abogo por ti, mujer. Túmbate sobre la arena de la playa y siente el sol sobre tu piel desnuda. Si alguien se burla de ti, dile que no vas a la playa a exhibirte, tan solo vas a sentir la caricia del sol y de la brisa, porque ni el sol, ni las olas ni el viento establecen diferencias entre hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, niños, gaviotas y caracolas.

Sé libre, mujer. Canta, si tienes ganas de cantar, baila si quieres bailar, vístete de colores y adorna tu pelo con cintas y flores.
Estás viva porque la vida te ha concedido ese derecho y el don de sentirte así. Nadie más que ella misma tiene derecho a arrebatártelo

Sé libre mujer, ríete, despéinate, llena tu vida con todos los colores del arco iris, enamórate y haz el amor con quien quieras y, por favor, deja ya de pedir perdón por ser mujer, por ser mayor, por tener arrugas y por bailar descalza.

Vive, vive, vive....Y, a los demás, que los zurzan.


Síndrome postvacacional o vacaciones permanentes, yo elijo.


Hace un mes inicié mis vacaciones con la alegría que todos sentimos en un momento así. Mi último día de trabajo fui saltando de mesa en mesa y de despacho en despacho, como ya es habitual en mí, despidiéndome de mis compañeros con un “¡Me voy de vacaciones, hasta el mes que viene!”

Tenía un millón de planes y de proyectos en los que emplear mi tiempo libre: leer mucho, nadar todo lo posible, caminar a primera hora de la mañana o al atardecer por la montaña o por la playa, estar el máximo de tiempo posible con mis amigos,... hasta pensaba organizar un poco mi casa, que falta le hace.

Lo cierto es que hace unos días cerré ese paréntesis anual, irrepetible hasta el próximo año, sin haber hecho prácticamente nada de lo que me había propuesto.
Las circunstancias y los hados parece que se han puesto de cuerdo para que durante estas semanas hayan ido surgiendo día a día imprevistos, sucesos familiares, y otros acontecimientos que, de alguna manera, me han dejado un tanto exhausta de tantas idas, vueltas, y peripecias.

De todas formas, una vez más, he vuelto a comprobar que no importa que los planes se nos vengan abajo si tenemos recursos para paliar la desilusión que nos produce. Y mi recurso, una vez más, ha sido el agua.

Como el verano pasado, he ido arañando tiempo de aquí y de allá para zambullirme en el agua a la mínima ocasión.
... El calor del sol en mi piel y el contraste con la frescura del agua... El verdor de la hierba donde me tumbaba para secarme, las mariposas que revoleteaban a mi alrededor, las ardillas descaradas que pasaban por mi lado a beber agua mientras yo permanecía inmóvil y silenciosa, sumergida en las páginas de mi libro...

Estos momentos, aunque no hayan sido tantos como yo hubiera deseado, han sido mucho más intensos de lo que jamás hubiera planificado, y han suplido con creces cualquier otro plan que yo hubiera podido establecer.

Las vacaciones no dejan de ser otra cosa que un paréntesis en nuestra vida cotidiana y, aunque está en el deseo y en la mente de casi todos nosotros aquello de “desconectar”, me he dado cuenta de que no es necesario programar un viaje a ninguna parte para romper esa monotonía en la que estúpidamente convertimos nuestra vida, así, sin darnos cuenta.

Es suficiente con encontrar momentos para uno mismo y, a ser posible, romper los muros de nuestra casa e ir mucho más allá de sus ventanas. La luz, el viento, el agua, la vida entera nos espera mientras nosotros nos adormecemos en un sofá o tras la pantalla de un ordenador.

Sé por propia experiencia con cuanta facilidad nos ponemos excusas para no hacerlo. Con cuanta facilidad brotan los “no puedo” de nuestras mentes, y con cuanta facilidad nos amoldamos a ese ritmo de vida artificial y antinatural, sumidos en nuestras obligaciones y limitaciones, la mayoría de las veces autoimpuestas.

Pero he aprendido, también por propia experiencia, que más allá de las mentiras que somos capaces de contarnos, la luz, el cielo azul o estrellado, la lluvia, el viento, la risa de nuestros amigos..., nos esperan más allá de esa prisión de cotidianidad a la que nosotros mismos nos condenamos por propia voluntad.

Y así, este mes de vacaciones sin viajes a ninguna parte ni demasiado tiempo para descansar, ha estado lleno de momentos de luz y de alegría.

Volví a fundirme con el sol y con el agua, a veces a primera hora, otras veces al anochecer, o a las horas de máximo calor... cuando podía, en el hueco más pequeño, corría con mi toalla a zambullirme, a sentir como el agua se deslizaba entre los dedos de mis pies, como la cortaba con las manos, como me envolvía toda con su manto cristalino de frescura y de vida.

He vuelto a incorporarme a mi trabajo, pero continúo escapándome cada vez que puedo: el mar, el Cabriel, una simple piscina... cualquier lugar, en cualquier momento, me ofrece momentos de magia, de alegría, de libertad, de vida.

No pasa nada si fallan nuestros planes. Al final, y como siempre, si dejas a la Vida hacer bien su trabajo, cualquier instante de los que te ofrece puede convertirse en el instante más sagrado, más feliz, mas relajado y más intenso que tal vez no seamos capaces de encontrar en el mejor y mas lejano de los viajes.

En realidad, creo que vivir es el mejor de todos los planes y no es necesario establecer una fecha en el calendario, excepto la que la que la propia Vida misma haya decidido por nosotros.

Mientras tanto, me he propuesto que este verano, a pesar de que está ya tocando a su fin, no va a suponer un cierre de paréntesis en mi vida cotidiana.

Sé que tendré que dejar de jugar con el agua en breve, pero podré seguir disfrutando la alegría de unas vacaciones permanentes y disfrutar de cada instante mientras yo misma, la naturaleza y mi gente me lo permitan.

La vida no nos abre y cierra más que un único paréntesis, el tiempo que permanecemos en este mundo, y no seré yo quien se obceque en disfrutar de ella tan solo el tiempo que marca mi calendario laboral.

Mientras tanto, seguiré disfrutando zambulléndome en el agua cada vez que pueda. Después ya vendrán otras cosas, otros paisajes, otros juegos, otras maneras de ser consciente del enorme privilegio de estar viva.


Cuando ellos están ahí. Amigos

Hace un par de años inicié una nueva etapa de mi vida, intensa y un tanto extraña. La verdad es que cuando parece que ya te quedan pocas cosas nuevas por experimentar a nivel de emociones, sentimientos y vivencias, te das cuenta de que la vida es un constante ir y venir, un fluir permanente de experiencias nuevas que te siguen sorprendiendo a cada paso y te hacen descubrir nuevos recovecos en lo más hondo de ti misma, por donde nunca te habías adentrado.

Sin ninguna duda, lo más sorprendente para mí y lo que más me ha marcado estos últimos meses, ha sido el ver como se tambaleaban bajo mis pies algunos de los cimientos sobre los que había construido mi vida. Aprender a caminar por la vida guardando silencios, practicando el oficio de soltar algunas de las cosas  a las que me había ido aferrado sin darme cuenta, y aceptar su pérdida.

Tengo que reconocer que he llorado mucho en estos meses y que tuve que aprender a vivir con muchos miedos nuevos que nunca había experimentado, y aprender a enfrentarme a ellos para seguir caminando.

A veces me tambaleaba y, cuando estaba a punto de caer, conseguía abandonarme a la vida, acallar mi mente, incluso ir más allá del corazón, más allá de mí misma, más allá del más allá. Entonces me sentía renacer y el único sentimiento que me embargaba era el de la profunda gratitud a la Vida por su infinita generosidad.

Voy, vengo, vengo, voy..., hoy me pierdo, mañana me encuentro y me vuelvo a perder...

Pero anoche, renacida una vez más entre los brazos de mi gente, reconociéndolos y reconociéndome en la frescura de nuestras risas, en nuestras miradas cubiertas por los mismos sueños de siempre, y en nuestra íntima confianza y certeras lealtades, corrí a perderme a solas en el silencio del bosque.

Bajo un cielo plagado de estrellas, en la soledad de la montaña, volví a agradecer a la vida por tanto y tanto. Y, mirando ese cielo, volví a recocer en cada estrella a cada amigo y en cada amigo, cada sueño compartido y cada abrazo.

 

Estamos solos, es verdad. En el fondo, todos lo sabemos. Pero qué dulce es saber que aunque caminamos solos siempre hay una estrella que te guía y un amigo que te abraza y sueña contigo.

Y, de repente, ya no tienes miedo. Tan solo, esa infinita gratitud que aletea con cada latido de tu corazón y con cada bocanada de aire que respiras.

Libertad de expresión. A quienes camináis de la mano de mis hijos...


1990. Con mi hija en una manifestación
contra la Guerra del Golfo

Empiezo este post con el firme propósito de no perderme en palabras, tópicos ni demagogias. Es difícil para mi hablar de libertad sin perderme por los jardines del alma, sin dejar que el corazón se ponga en marcha para expresar la profundidad de mis sentimientos hacia esa palabra y hacia su significado. Pero lo voy a intentar.

Mi necesidad de escribir estas líneas de la manera más simple ha surgido después de una conversación que he mantenido con mi hija sobre la libertad de expresión. Estoy convencida, le he dicho, de que quienes no han sufrido su carencia no pueden valorar bien el tesoro que tienen entre las manos.

Cuando acabó la dictadura de Franco yo solo tenía 17 años, por lo que tan solo supe lo que era la terrible ausencia de libertad de expresión durante algunos años. En mi infancia, lógicamente, yo solo pensaba y hablaba de princesas y príncipes azules y escuchaba los discos de Karina y de Marie Laforet; en mi casa no se hablaba absolutamente de nada delante de mi, porque la ausencia de libertad llegaba hasta los hogares, también, no fuera a ser que la niña comentara en la calle algo escuchado en casa y metiera a los papás en un lío.

Y así fue todo, hasta que llegó el momento en que empecé a sentir mi propio miedo, materializado sobre todo cuando alguien me traía de París - o los amigos me prestaban - algún libro o algún disco prohibidos, y tuve que aprender a leer y a escuchar música a escondidas.

Entonces empecé a entender, y entendí mucho más cuando algunos de mis compañeros sufrieron llamadas al orden y humillaciones tan solo por llevar el pelo algo más largo de aquello que se consideraba bien visto.


1976. Libertad
Aunque creo que el auténtico inicio de mi miedo fue en el instituto, cuando mi profesor de francés, aquel del que yo me había enamorado, desapareció a mitad de curso sin más explicación. Mas tarde supimos que estaba en la cárcel porque había cometido “el delito” de ponernos en clase discos de George Moustaki para que aprendiéramos el idioma, y así cometió el grave error de hacernos conocer aquella canción prohibida, “Le metèque”, cuya letra decía : Con mi cara de extranjero, de judío errante, de pastor griego y mis cabellos a los cuatro vientos. Con mis ojos desvaídos que me dan un aire de soñador aunque ya no sueñe muy a menudo...

Fue precisamente el no comprender que tenía de subversiva esa canción como para encarcelar a quien me la había hecho conocer, lo que hizo que, por primera vez y con solo 13 años, yo sintiera el miedo y tomara conciencia de lo que significaba la libertad de expresión.

Entonces, la libertad de expresión era tan solo el sueño que escribíamos con pintura en las paredes y que más adelante fuimos conquistando poco a poco con la valentía y la osadía de una sociedad cansada de caminar por la calle, trabajar, incluso sentarse en la mesa de su casa, con la mordaza en la boca y el miedo instaurado en lo más profundo de sí mismos.

Creo que quienes han disfrutado de esa libertad desde siempre, desconocen que la libertad de expresión no es tan solo poder expresar su ideología política donde y cuando quieran.

La libertad de expresión es intercambiar pensamientos, sentimientos, sin miedo a las consecuencias.
La libertad de expresión es el derecho implícito que toda persona tiene a la información, a conocer lo que pasa a su alrededor y en el mundo, sin mentiras, sin censuras.
Libertad de expresión es poder elegir la música que te gusta y a tu escritor favorito y teclear tranquilamente en el Google aquello que quieres saber.
Libertad de expresión es poder asistir a los conciertos de tus grupos favoritos, visitar un museo, asistir al teatro y ver las películas que te interesan.
Libertad de expresión es caminar por la calle sin disfraces ni mordazas, sin miedo a que nadie te señale ni castigue por tu manera de vestir o por el libro que lees y, mucho más allá, por tu forma pensar, de sentir, incluso de amar.

Libertad de expresión es tener acceso libre a la información, a la cultura, al arte, al conocimiento y al disfrute de todo aquello que te interese y te atraiga, y haber tenido la oportunidad de conocer aquello que has decidido que no te interesa antes de rechazarlo.

Así, con estas cosas aparentemente triviales y cotidianas, vamos aprendiendo, conociendo y comprendiendo todo lo que nos rodea y establecemos nuestros propios criterios; aprendemos a pensar sin que piensen por nosotros, a elegir sin que elijan por nosotros, y a tomar nuestras propias decisiones de un manera mucho más responsable y , entonces sí, desde la más absoluta libertad.

Pero, evidentemente, esa libertad que disfrutamos o reclamamos es un derecho de todos y que, por tanto, también merecen de la misma manera quienes piensan de manera diferente. Cuando alguien reclama libertad y menosprecia, insulta o ignora al diferente, al contrario, al opuesto, no está defendiendo su libertad, sino que está ejerciendo nuevamente el despotismo y la dictadura, y está amordazando y colocando cadenas a los demás.

Y me entristece mucho cuando, en nombre de la libertad de expresión, se cae en el insulto, la injuria, el agravio, las expresiones intolerantes y la falta de respeto hacia los demás, porque en realidad están robándole a la libertad todo su auténtico y profundo significado y, por lo tanto, no la están ejerciendo, tan solo la están ensuciando.

Creo que Voltaire lo expresó de manera clara y contundente con aquella frase tan llena de ironía: Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo.


A quienes venís detrás, a quienes tenéis el futuro en vuestras manos, sabed que la libertad que habéis heredado no es más que un espejismo. Que la libertad se conquista cada día, a golpe de respeto hacia uno mismo y hacia los demás y, sobre todo, entendiéndola y amándola hasta el infinito.

Que nadie os manipule, que nadie os engañe. Como gatos rabiosos, retorceros y sacar las uñas para que nadie os coloque el cascabel, pero tampoco lo coloquéis en el cuello de nadie.

Y, como Le Metèque de Moustaki, caminad adelante con los cabellos al viento, la mirada llena de sueños y con la libertad de intentar hacer realidad todo aquello en lo que creéis.


Por mi parte, y vuelvo a Voltaire, te aseguro que tal vez yo no esté de acuerdo con lo que tú dices, pero he peleado y seguiré peleando para que tú puedas decirlo.







Cuando la decepción aflora de manera improcedente


Lejos de pretenderlo, con el paso del tiempo, una va volviendo la mirada hacia atrás cada vez más a menudo. Es como si, inconscientemente, fueras haciendo balance de lo que ha sido tu vida desde la lucidez que se forja bajo la perspectiva del tiempo.

Un balance que voy haciendo de manera involuntaria y que me ha hecho ser plenamente consciente de lo generosa que la vida ha sido conmigo, permitiendo que en ese cómputo exista siempre un descuadre a mi favor. Siempre he recibido mucho más de lo que yo he dado, eso está claro.

Pero una, egoísta, hay veces que lo quiere todo. Y a mí me sale de vez en cuando ese ramalazo acaparador, en el que - de manera también inconsciente- le exiges a la vida mucho más porque crees merecerlo por derecho propio.

Cuando alguien que, como yo, a lo largo de su vida ha vivido siempre entre algodones tejidos por la ternura de quienes me han rodeado; cuando tienes el privilegio de atesorar lo más valioso que la vida te puede regalar, el amor, no puedes hacer otra cosa que no sea agradecer intensa y constantemente la buena estrella que ha guiado tu camino por aquí.

Pero aún así, hay veces  en las que parece que todo eso se me olvida, y de manera interesada reclamo por propio derecho aquello que solo puede serme dado como un regalo desprendido y generoso de la Vida.

Y hoy me han aparecido los pucheritos y las lágrimas por aquello que quise y no tuve, por aquello que amé sin ser correspondida en la misma medida, y he vuelto a sentir un extraño vacío y el alma herida por una sutil, dolorosa y subjetiva decepción

La teoría ya me la sé, incluso he escrito alguna entrada en este blog sobre el tema de la decepción cuando esperamos algo de los demás que no recibimos, olvidándonos de que cada uno de nosotros tenemos nuestra propia manera de dar, nuestra propia vara de medir y, por supuesto, de sentir y expresar el amor.

Por ello, la decepción en este sentido tendría que estar totalmente excluida de mi vocabulario y, todavía más, de mi arsenal mental y emocional. Pero ¿qué quieres? Últimamente no he podido evitar sentir esa punzada de dolor, del que no me siento para nada orgullosa.

Tomo de mi propia medicina y me tendré que aplicar a mí misma aquello que tanto predico: No puedo esperar de los demás que me den más de lo que quieren o pueden y, en todo caso, no puedo obligar a nadie a que lo hagan en la forma y manera que yo deseo, juzgándolos siempre bajo mis propias esquemas mentales y utilizando mi personal vara de medir.

Así pues tendré que dejar que salgan las lagrimitas, mientras me pongo de cara a la pared por no ser capaz de aplicarme a mí misma aquellos preceptos en los que creo y con los que pretendo catequizar a los que se sienten decepcionados con la vida y con los demás, pero que a veces -como ahora- se tambalean en lo más profundo de mí misma.

¿JUSTICIA O VENGANZA aplicada por un Estado de Derecho?


No voy a mentir si digo que, en el fondo, sentí algo parecido al alivio. Una sensación que duró muy poco tiempo porque, inmediatamente, lo que me embargó fue una sensación de miedo y, después, de tristeza.

Miedo a la venganza. Venganza, para vengar la venganza de venganzas anteriores de unos y de otros.

Tristeza ante la reacción de miles de personas que gritaban de alegría en Times Square celebrando una muerte de la misma manera que celebran la Noche de Fin de Año.

Porque a mi no me sirve toda esa parafernalia acerca de que “se ha hecho justicia”.  No, no me sirve.  No me sirve cuando veo a la gente saltar de alegría por las calles aplaudiendo y vitoreando hasta desgañitarse la muerte de alguien. Sea quien sea ese alguien, me duele profundamente que una muerte cause alegría y jolgorio.

Y eso no significa que no se me desgarrara el alma el 11-M, ni que no me quedara paralizada ante la tele aquel 11–S, intentando asimilar el horror de lo que estaba viendo. Eso no significa que el dolor no me haya paralizado en tantas ocasiones ante la barbarie terrorista, de la misma manera que me ha paralizado ante la barbarie de una guerra. las pandemias o la hambruna.


Que el odio no engendra más que odio y la venganza solo genera más deseos de venganza, no creo que sea algo que vayamos a descubrir ahora, aunque la estupidez humana nos lleve a cometer el mismo error una y otra vez.

Cada vez que expreso estos pensamientos, no hago sino abrir el mismo debate demagógico de siempre

Y vuelven a preguntarme lo que opinaría si alguno de mis hijos hubiera muerto en alguno de los atentados, o si acaso el mundo no es mejor sin personas como Bin Laden.

Creo que la venganza no hace más que satisfacer nuestros instintos más primarios, pero no resucita a los muertos, ni calma el dolor, ni llena el vacío de sus familias, ni -en este caso- resuelve el problema del terrorismo radical. Más bien, pienso que el mundo no está más seguro ahora que hace unos días, ni creo que los saltos de alegría y las exaltaciones patrióticas en Times Square o frente a la Casa Blanca contribuya mucho a que lo sea.


Si el Estado es el primero que se pasa por el forro la justicia, y ni siquiera dedica unas palabras a lamentar no haber podido detenerlo vivo y ponerlo a disposición de la justicia; si el propio Estado ni siquiera disimula su satisfacción al saltarse las normas legales que hemos establecido como sociedad civilizada, y, más bien al contrario, gobernantes de todo ese mundo civilizado aplauden y dan su beneplácito a acciones como esta, ¿qué será lo siguiente? ¿En qué momento y con quienes podemos tomarnos la justicia por nuestra propia mano? y, lo que es peor, ¿cuándo y con quienes puede hacerlo un Estado, de los llamados “de derecho”?

Entre tanto cinismo y mentiras a los que estamos sometidos los ciudadanos, por una vez hubiera estado bien que nos engañaran diciendo que lamentan no haberlo podido hacer de otro modo, y que entrar cuando les place, en el país que les da la gana y asesinar a varias personas, no es lo correcto, no señor.

Yo, me hubiera dejado engañar una vez más, y hubiera dormido más tranquila pensando que intentaron hacer lo justo, pero se les fue de las manos. Ahora, en cambio, me acuesto pensando que los estados de derecho justifican la venganza y la ley de talión sin ningún prejuicio y con toda desfachatez.

¿Por seguridad mundial? Está claro que no todos tenemos la misma visión sobre la seguridad mundial y sobre sus responsables.


Seguramente, si actuáramos de la misma manera que se ha hecho con Bin Laden, en este momento millones de personas que mueren de hambre, millones de niños que sufren la tortura y la injusticia social en casi todo el planeta, que se hacinan en cualquier frontera huyendo del horror de las guerras, que mueren porque las farmacéuticas les niegan una aspirina,... toda esta gente, digo, se dirigiría seguramente a la Casa Blanca, a Bruselas, a las sedes de las grandes multinacionales, y no dejarían a nadie vivo.

Y seguramente, también, ellos pensarían que se ha hecho justicia, igual que Obama y el resto del “mundo civilizado” acaban de hacer ahora.


No. No me sirve eso de que se ha hecho justicia. Ha sido una venganza, simplemente, con buenos rendimientos electorales.

Y que no me vengan con cuentos ni con historias sobre lo malo que era este señor (cosa que no pongo en duda)  porque, hasta ahora,  me habían dicho que la justicia era ciega y la simbolizaban ante mis ojos con una venda en los ojos y una balanza en la mano. Yo creía que, con ello, estaban queriendo decirnos que la justicia es igual para todos, llámese como se llame.

Pero, por favor, a ver si se aclaran, porque tengo la sensación después de los acontecimientos de estos días de que, a partir de ahora, habría que representarla, más que una venda, con un parche y,  más que ciega, tuerta.

Ante la duda de qué es justicia y qué es venganza, me quedo con una frase de la escritora Marilyn vos Savant,

"Un acto de justicia permite cerrar un capítulo; un acto de venganza escribe uno nuevo".

EAGLE MAN: un destello de luz desde la reserva Sioux


Ben Black Elk

Eagle Man
  Ahora que ya he dejado pasar un tiempo para que las cosas se vayan asentando, creo que -por fin- puedo expresar desde la calma y la distancia lo que significó para mí conocer y escuchar a ese anciano Sioux Lakota, llegado desde Dakota del Sur, y cuyo nombre, Eagle Man –Hombre Águila- le fue otorgado por el propio Ben Black Elk (hijo del legendario Alce Negro) 

A lo largo de mi vida he conocido, como todos, a mucha gente. Gente de todo tipo, gente comprometida con su entorno y con la sociedad en la que vive, y gente que pasa de todo; gente que vive su momento sin preocuparse de nada más, y gente que vive cada momento preocupándose por todo; gente que no cree en nada, gente que cree firmemente en algo, y buscadores que quieren creer en algo, pero andan rebuscando aquello en lo que creer. Pragmáticos y soñadores. Místicos y prosaicos.

Creo que yo misma a lo largo de mi vida, en un momento u otro, he podido situarme en cualquier lugar de esa amalgama.

Pero si hay algún lugar donde siempre me he sentido cómoda y a mis anchas, ha sido en ese lugar donde he podido olvidarme de mí misma para sentirme parte de algo, parte de todo.
Un lugar que descubrí cuando era apenas una niña, cuando no sabía ni entendía de búsquedas espirituales, ni de encontrar otro sentido a la vida que no fuera vivirla a cada instante y de manera consciente.
Un lugar donde era capaz de trascender de mi misma, sin tener consciencia de que lo estaba haciendo, porque ni siquiera conocía el significado de trascender.

Después llegó la fiebre de la búsqueda, y entonces, buscando, me perdí. Vino la fiebre de buscar sentido a la vida, de entender lo que hay más allá, conocer lo que hay más acá y descubrir lo que hay más allá del acá, quiero decir, dentro de mí misma. La fiebre de ser mejor persona, mejor amiga, mejor ciudadana, mejor, mejor, mejor...

Y así, mientras tanto buscaba dentro y fuera de mi misma, mientras tanto leía, escuchaba, y practicaba, olvidé mis montañas, mis riachuelos, mis árboles; olvidé la caricia del sol en mi piel, el sonido del viento entre las ramas, el canto del ruiseñor y la proximidad del búho, fijos sus ojos en los míos. Olvidé el silencio y la calma, la lejanía del horizonte y la cercanía de la flor y de su aroma.

Olvidé lo que era tumbarme a la orilla de mi lago, o de la mar, y ponerle nombre a las estrellas, el nombre de mis amigos. Si me descuido, cerca estuve de confundir y olvidar lo que es la amistad.

Perdida en mis propias búsquedas y teorías, y en las búsquedas y teorías de los demás, inmersa en la oscuridad más absoluta y totalmente perdida, frustrada, desencantada de todo y de casi todos, tuve la buena estrella de retornar, como la canción, a mi propia inocencia.  
Retornar a la simplicidad, dejar de buscar en los libros, y de escuchar a “sabios” y “maestros”. Dejar de buscar tanto fuera como dentro de mí misma, y limitarme, sencillamente, a abrir los ojos, a darle rienda suelta a mis sentidos y permitirme ver y sentir también desde mi propia alma.

Las cosas son mucho más sencillas, más simples, y mucho más hermosas.
No sé que ocurrirá mañana, cuando muera. Tampoco me sirve lo que los demás crean. Me quedo con las palabras de Eagle Man “sencillamente, acepta el misterio”.

Así es, acepto el misterio de aquello que nunca, nadie, pudo ni podrá explicarme. Ya no quiero seguir buscando más respuestas porque he dejado ya de hacerme preguntas. Y, del mismo modo, acepto el misterio de la vida que me rodea, de mi propia vida, y quiero limitarme tan solo a disfrutarla y agradecerla a cada instante.

Vivimos inmersos en un mundo materialista y, si te alejas un poco de ese camino, no paras de tropezarte con maestros, gurús, chamanes y sucedáneos, que no dejan de ser, en el mejor de los casos, personas como tú y como yo, que creen saber más que tú y que yo, y que esa propia creencia les delata como personas como tú y como yo, solo que un ego que me espanta y me tira para atrás.

Que no. No quiero ser ni más ni mejor de lo que soy, ni saber más de lo que sé.
Solo quiero ser consciente de lo que soy y de aquello que “el gran Misterio” tuvo la generosidad de regalarme.

Jamás un libro, una filosofía, una religión, ni un sabio , ni un maestro, pudo enseñarme más que la caricia del viento templado sobre mi piel.

Y no quiero ser más ni mejor. Solo quiero ser. Ser.
Igual que el viento, las estrellas y el rumor del agua. Y no es que quiera ser como ellos, lo que quiero es seguir siendo con ellos, porque ellos y yo somos Uno y formamos parte de Todo.

Y quiero ser contigo, porque tú y yo somos uno y formamos parte de Todo. No importa como seamos, lo importante es que somos. La flor puede ser azul o roja, o blanca, pero sigue siendo una flor. Igual que tú, igual que yo.


Palabras y símbolos Lakotas trazados por Eagle Man
que conforman el hermoso nombre que me dio:
Mujer Espíritu de los Océanos.

Eagle Man, el anciano Sioux, no es maestro de nada y no cree en nada, salvo en la Vida y, más allá de la vida, acepta el Misterio.

Y cuando una ya empieza a estar de vuelta de todo, hasta el gorro de todo, y se plantea el retorno a la inocencia y a la simplicidad de vivir la Vida como un milagro y un regalo cotidiano, tropezarse con él ha sido como inundar un poco más de luz mi propio camino. Un nuevo impulso, un remanso de paz en medio de tantos anhelos y de tantas búsquedas inútiles.

No hay reglas ni normas, dice. Y así lo creo yo. Ni hay más norma para amar que el propio amor, ni más regla para vivir que Vivir consciente.
El respeto, la generosidad, la bondad, la lealtad, la solidaridad... ya vienen solos, porque andan implícitos en el propio amor y en la propia Vida. Y la alegría, la esperanza, la ilusión, la serenidad, la plenitud...
La búsqueda me llevó a la frustración, al vacío, a la oscuridad y al desencanto. Pero también me permitió, gracias, gracias, retornar al milagro de la simplicidad de saber, no lo que soy, ni quien soy, sino - sencillamente - que soy.

Y así, poco a poco me voy situando en mi nuevo punto de partida, aquel que abandoné hace tantos años, para perderme en las palabras y las experiencias de otros. Ya me sobran las palabras, me cansan las palabras, me aburren las palabras.

La única experiencia de la que quiero seguir disfrutando es la de saberme parte de todo el milagro, parte de todo el misterio.
La experiencia única de saberme.  De ser.  Contigo y con Todo.