Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


Yo no vivo en una nube: estoy viva.

No, yo no vivo en una nube. Camino con paso firme, con los pies en la tierra. Aprendí a imaginarlos echando raíces en ella, con cada uno de mis pasos.

Y camino siempre por la vida con los ojos abiertos. Observo lo ocurre a mi alrededor, lo que leo en la prensa, lo que le sucede a la gente. Escucho lo que me dicen y, a veces, hasta intuyo lo que callan. Y trabajo, y combato, y me canso, y me caigo, y me dañan ...
Proceso mecánicamente todo ello en mi interior y, a menudo, acabo mimetizándome con la impotencia y con la rabia,  con la desesperanza y la tristeza. Y, sobre todo, con el miedo. Y me repliego silenciosa sobre mi misma, temerosa y cansada, o dejo que salga a borbotones toda mi rabia reconvertida en ira.

Hasta que, súbitamente, me observo a mi misma y tomo consciencia de cómo camino por la vida en esos momento: con la cabeza baja, mirando al suelo y con la sensación de llevar colgada sobre mi espalda una mochila llena de piedras, que es en lo que se convierten todos esos sentimientos que me provoca la “realidad” cotidiana. Bajo su peso, mis pasos se ralentizan, incluso el miedo me paraliza. Y siento que me falta el aire, me falta el aire, me falta el aire....

Pero cuando estas sensaciones amenazan con asfixiarme,  todavía soy capaz de remontar el vuelo. 

Y con la lágrima en la mejilla, intento forzar tímidamente una sonrisa. Y, aún sin ganas, doy el paso hacia adelante. Y es entonces cuando el milagro se produce, porque el siguiente paso ya va solo, porque la sonrisa ya brota espontánea y, poco a poco,  mi mochila se va volviendo ligera, como si estuviera, tan solo, llena de viento.

Ser consciente de que ese milagro se sucede una y otra vez, es lo que me ha permitido desde hace tanto tiempo aguantar el tipo cuando todo se derrumba, y salir de entre las ruinas con paso firme y decidido, con el pelo y el alma despeinándose al viento.

Todavía soy, todavía estoy, todavía es tiempo de seguir caminando, con paso firme, sintiendo mis pies enraizados a la tierra, sintiendo el cielo infinito que me protege y libera, con sus luces y sus sombras, sus estrellas y sus nubes.
Convirtiendo cada piedra de mi mochila en una oportunidad para mí y para quienes caminan a mi lado. Las oportunidades no pesan, son tan solo brisa fresca que nos empuja por caminos nuevos.

Todavía soy, siempre lo he sido, y seguiré caminando por la Vida.   Siendo.

Soy libre de elegir  y esto es lo que quiero, seguir caminando. Porque, además, no hay otra manera de andar que no sea con la mirada en el futuro, los pies anclados sobre la tierra, el alma al viento y el corazón lleno de gratitud.

 Y siendo conscientes, a cada instante, de que somos, de que estamos, de que aún hay tiempo. Y de que el tiempo es ahora.


Yo no vivo en una nube. Sencillamente, estoy viva.


Yo elijo.


Hay veces que la vida te entra y te sale por cada poro de la piel. La absorbes, te embriagas, te marea, la transformas en tu interior y la devuelves al universo transformada en átomos de ti misma que vuelven a fundirse con el Todo.
Así me siento yo desde hace algún tiempo.

En medio de este torbellino de angustia y dificultades, de esta sociedad que se nos hunde y se nos hunde sin que se atisbe el día en que acabe de tocar fondo, cada día me levanto con el firme propósito de vivir hasta el último instante.

Pueden robarme mi dinero los bancos, pueden recortar mi sueldo, mis derechos y mis libertades, pueden intentar manipularme, engañarme, estafarme, prohibirme... pueden y lo hacen. Pero nunca jamás podrán robarme aquello que guardo celosamente en lo más profundo de mi alma.
Jamás les daré esa oportunidad. Nunca, nunca.

Mi vida no está en las manos de nadie, sino de la propia Vida. Y será ella la que disponga cómo, cuánto y cuándo debo  llorar o sonreír, esperanzarme o abatirme, luchar o rendirme.
Y a estas alturas, una vez firmada mi alianza inquebrantable con la vida, ella misma ha depositado en mis manos esa libertad de elección.

Así pues, elijo vivir. Elijo que esa panda de seres grises que se empeña en robármelo todo, no va a ganarme nunca la batalla. Elijo mantenerme en pie y enfrentarme a ellos; elijo que nadie coloque grilletes en mis pies ni corte mis alas.

Elijo seguir mirando el atardecer cada día, caminar por la orilla del mar rompiendo sus espumas con mis pies, tumbarme en el claro de un bosque a escuchar el sonido de los grillos y el autillo.

Elijo compartir mis momentos de desánimo y mi risa  con la gente que amo.

Elijo que el gris no es mi color, por mucho que se empeñen, porque mi paleta de colores es extraordinariamente policromada.

Elijo que nunca seré ni víctima ni aliada de los espíritus grises, codiciosos, crueles y desalmados, que pueblan nuestras calles, nuestros despachos, nuestras pantallas de televisión y nuestros mundos virtuales.

Elijo seguir plantándoles cara con mi mejor aliada: la Vida,  y con mi mejor arma: el amor que le profeso.

Como decía Benedetti: Uno tiene en sus manos el color de su día: rutina o estallido.

Y yo elijo, siempre, el estallido.
Yo elijo.

INCAPACITADA DE POR VIDA PARA EL ODIO. ASÍ SEA.


Ayer vi llorar a alguien a quien hice daño porque no soy capaz de odiar a quien le daña, y ese es el único consuelo que espera de mí en su dolor y en su deseo de venganza ante aquellos que poco a poco fueron destrozando su vida.
No puedo culparle, dios me libre, por odiar, y mucho menos dejar de entenderle.

Así, me resultaría imposible, por su longitud, hacer una relación de las cosas, de las actitudes, de las ideas, de las reacciones, de los hechos, de las voces y de los silencios que odio. Odio la forma de caminar por el mundo de tanta y tanta gente que esparce las semillas del dolor, de la pobreza, de la injusticia, de la desigualdad, de la desesperanza.

Pero, sin embargo, por mucho que busque en mi memoria y en mi corazón, soy incapaz de escribir el nombre de una sola persona  a la que odie, aunque -cierto es- hayan tantísimas que no me gusten. 

Tengo la suerte de que, a base de tropezones, la vida me dio la oportunidad de aprender ciertas cosas. Tengo la suerte de haber sabido aprovechar esa oportunidad y no haber vuelto la cabeza hacia otro lado: el de alimentar mi propio dolor de manera autodestructiva, o el de acrecentar mi orgullo. Tengo la suerte de que la vida me enseñó que el odio solo genera más odio, y que acaba convirtiendo tu propia vida en una obsesión insaciable por alcanzar el desagravio y conseguir la venganza.

Tengo la suerte de que la vida me enseñó que cuando el odio se instala en ti, lo hace a costa de echar afuera la esperanza, la luz, la calma, la risa espontánea, la alegría desbordada del instante, y hasta te impide disfrutar del amor. 

El odio lo invade todo, lo domina todo, se convierte en el dueño y señor de tu vida, y la maneja a su antojo. El odio te hace perder tu dignidad como persona, entre otras cosas porque dejas de ser la persona que tu eres, para convertirte tan solo en víctima y verdugo al mismo tiempo.

Tengo la suerte de haber aprendido a luchar contra aquellos que no me gustan y contra las cosas que detesto con mis propias armas, más allá de la violencia en cualquiera de sus formas y que tan solo genera más violencia, más dolor y más odio. Un bucle infinito donde cae tristemente mucha gente y de la que parece imposible salir.

Jamás concederé a mis enemigos la capacidad de instalarse en mi vida y de robarme la luz. Jamás les concederé el triunfo de que controlen mi vida. Jamás les concederé la satisfacción de que me vean abatida, sabiendo que cada uno de mis pensamientos está inevitablemente ligado a ellos.

A mis enemigos los destierro de mi vida en cuanto puedo. Me los lloro y me los rabio, hasta que coloco una tirita en la brecha que han abierto y tiendo el famoso puente de plata para que salgan de mi vida, aun cuando las circunstancias o el destino me obliguen a convivir físicamente con ellos.

¡Ay, pero que nadie se confunda! Es el mío un espíritu libre, y pendenciero, y libro mis batallas cada día en primera fila. Incluso me siento impotente por no poder hacerlo con más ahínco y mayor osadía, para debilitar el origen de aquello que genera injusticia y sufrimiento, tanto en mí como en los demás. Nunca temí levantar mi voz y mis manos para decir ¡basta!, pero no quiero hacerlo desde el odio enfermizo hacia quienes lo generan, ni esgrimiendo el arma de la violencia en cualquiera de sus formas, porque, más allá de que vaya en contra de mis principios vitales, sé de antemano que esa sería una batalla perdida, y yo apuesto por caballo ganador. 

No es fácil. Lo primero con lo que sueles tropezar es con la incomprensión de muchos que te cuelgan sin miramientos la etiqueta de cobarde, aunque, en palabras de Gandhi, “La no-violencia no es una justificación para el cobarde, sino la suprema virtud del valiente. La práctica de la no-violencia requiere mucho más valor que la práctica de las armas. ” Y, vive Dios, que eso es verdad.

Si hay algo que la humanidad ya debería de tener claro es que a lo largo de su historia poco se consiguió con la violencia, y nada con la venganza. Y, sin embargo, siguen habiendo guerras entre países, entre culturas, entre religiones, entre pueblos, entre vecinos y entre hermanos.

Mi incapacidad de escribir el nombre de una sola persona a la que odie, es mi primera victoria sobre aquellos que tal vez me dieron motivos para hacerlo. Y si, con el tiempo, conseguí aplacar su odio, y resolver el conflicto acercando posturas, entonces ya la victoria es total.

Ligera de equipaje, sin el peso del rencor y del deseo de venganza en mi mochila, intento caminar por la vida con el alma llena de compasión por los que odian, mientras hundo mis manos en la tierra intentando, humildemente pero con coraje, arrancar las semillas que siembran a su paso.

Esta es mi verdad. Cada uno tiene su propia verdad, y sé que nadie la posee del todo. 

La búsqueda de la Verdad en un camino complicado, no sé si posible; así pues, permitidme que tenga la mía y, si así fuese, concededme el derecho a equivocarme.


SE NOS ACABA EL TIEMPO.


El tiempo transcurre inexorable y cada vez a mayor velocidad y no quiero malgastarlo desalentándome por ello, ya que el tiempo seguirá transcurriendo inexorablemente y cada vez a mayor velocidad.

Elijo,  pues,  abrir mis ojos y exprimir cada instante que la vida me regala.
No me permito quedarme sentada junto a la ventana viendo cada atardecer pensando que es otro menos y añorando los que ya pasaron, cuando la verdad  es que, justamente, éste es el más importante de todos los vividos, ya que es el que realmente evidencia que estoy viva y que estoy aquí.

No quiero malgastar el tesoro de la vida, acumulando tiempo muerto en la biografía de mi alma cuando todavía sigo viva.

¡Claro que sé que el tiempo se agota! Y así empezó siendo desde el mismo día en que nací, así era cuando construía mis castillos en la playa, así cuando me enamoré tantas veces, así cuando trazaba tantos planes de futuro desde aquella atropellada juventud que brotaba por cada poro de mi piel. Pero entonces no me planteaba que el tiempo pasa rápido, sino que vivía como si todo fuera  para siempre.

Y, sin embargo, el tiempo podría haberse esfumado detrás de cualquier risa, de cualquier pupitre, de cualquier castillo de arena junto al mar. Pero no era consciente de ello, tan solo, era consciente de cada momento que vivía.
Me gusta mirar hacia atrás de vez en cuando, porque mi experiencia vital es mi mayor erario para seguir caminando y, de tanto en tanto, está bien refrescar la memoria  y recolocar las cosas. Pero no quiero anclarme en el pasado que tanto me dio  y tanto me enseñó, sino apoyarme en él para tomar impulso desde donde estoy. 

Vivir el presente, sin tiempo, sin esperar mucho más del futuro que lo que nos aguarda en el instante siguiente. Evidentemente, no puedo evitar ir siempre un paso más allá; no puedo evitar hacer planes para futuros un tanto más lejanos, pero intento que esos proyectos jamás se conviertan en una venda  alrededor de mis ojos que me impida ser consciente del momento presente.

No sé por cuantos instantes permaneceré aquí,  pero pienso vivir cada uno de ellos. Y no quiero vivirlos como si fueran el último, eso jamás.  Quiero vivir cada uno como si fuera el que es,  el de ahora,  el de este momento.

Si pienso que cualquier tiempo pasado fue mejor, o paso mis días haciendo planes para un futuro que ni siquiera sé si llegará,  me pierdo la magia de este tiempo en el que cada día amanezco a la vida nuevamente.
Lo mejor está por llegar... tal vez.  Aunque creo que lo mejor es,   sencillamente,  ser consciente de mi  Ahora.



No quiero desperdiciar mi tiempo pensando en que se me acaba.
La vida es tan solo un instante construido por instantes cotidianos. Y en ese momento fugaz, hasta caben los sueños.

Por eso, labro cada uno de esos momentos con un sueño en la mirada, sabiendo que, de hacerse realidad, será también instante a instante, con cada parpadeo, y desde el presente.

Eso aprendí. Y no quiero ser tan estúpida como para olvidarlo.

DESDE LA GALAXIA A LA QUE PERTENEZCO...


Seguramente alguien se habrá sentido como yo en este momento: un diminuto puntito en el universo, prácticamente estático, donde muchos de aquellos que me son importantes giran a mi alrededor con un futuro incierto.

Me siento como una observadora  que asiste impotente a los acontecimientos que van sucediendo a la gente que yo más quiero, incluso a los sueños que construimos en común y que la vida parece empeñarse en ir desmoronando poco a poco.

La tan manida crisis económica es el eje principal de los avatares de muchos ellos, los problemas de salud el de los otros. A veces me siento cansada y me derrumbo, triste, impotente, con la amarga sensación de no saber que hacer para tender una mano útil... Luego reacciono y pienso que no tengo derecho a sentirme abatida, que si alguien tiene algún derecho a pedirle cuentas a la vida y a enfadarse con ella,  es la gente que verdaderamente está sufriendo en sí misma los problemas y las dificultades.

Pero lo cierto es que mi entorno y yo somos la misma cosa y, en la distancia, no soy un puntito rodeado de estrellas, sino que somos un único organismo vivo en todos los sentidos, como una galaxia  en la que aquello que ocurre en uno de sus extremos afecta  a todo cuanto existe en el otro.

Y es así  como el difícil día a día de unos dificulta también mi día a día, y el incierto futuro de otros convierte en incierto mi futuro.

Un futuro incierto que todos tenemos siempre, desde el momento en que nacemos. Un futuro que, a veces, nos parece perfectamente estructurado y sólido, pero que no es más que una estúpida y errónea visión de la vida que, sin previo aviso, es capaz de dar un giro de 180 grados en un solo instante.

Sé lo que tengo en este momento, sé donde está cada persona a la que amo y sé como se siente.  Conozco cada cosa que yo tengo, cada libro de mi biblioteca, el teclado de mi ordenador, y las  ventanas por donde puedo asomarme cada día a ver el atardecer.
Pero no puedo olvidar nunca que cualquiera de esas cosas que ahora tengo, tal vez mañana, o dentro de un instante,  hayan cambiado de lugar o ya no existan..

Lo único que nos queda es  valorar aquello que tenemos en este momento, disfrutarlo y agradecerlo profundamente, y seguir confiando en la Vida porque, de la misma manera que de un plumazo nos arrebata aquello que más amamos y nos dificulta el camino hacia adelante, también nos abre otras puertas y nos colma de regalos y  sorpresas hermosas.

Llegado al punto en que me encuentro en este instante, tan solo me queda confiar en que por las ventanas abiertas a la Vida de la gente que amo, ella seguirá entrando a raudales, de una manera u otra, que seguirá dejando su estela de luces y de sombras, y que algo nuevo ocupará el lugar de lo que perdieron.

Y seguir agradeciendo que, al fin y al cabo, esa galaxia de la que formo parte, aunque un tanto  aturdida, sigue girando en espiral por el universo, viva y luminosa. 


AÑO NUEVO. RECOMENZAR SIN RENCOR


Estrenamos año y una nueva ramita de muérdago cuelga sobre mi puerta.

La navidad supuso, en cierta medida, una tirita colocada sobre mis heridas, con urgencia, torcida, entre copas de cava y mazapanes, luces en el árbol y reuniones con gente amada. 

Indudablemente, el año que se ha ido ha sido nefasto en casi todos los sentidos y para casi todo el mundo 

En él descubrimos con espanto que aquello que les veníamos robando al Tercer Mundo con la complicidad de las élites políticas y económicas, nuestros mismos  aliados nos lo quitan de las manos y lo guardan en sus bolsillos con el mayor de los descaros mientras nos culpan a nosotros, incrédulos ante tanta desfachatez. 

El año en que confirmamos que el Estado y las instituciones democráticas se reducen a una simple pantomima. 

El año en que prevaleció la mentira, el abuso, la injusticia, la pérdida de derechos y libertades, la necedad de tantos, el letargo de muchos y la impotencia de otros. Y, también, nuestra necesidad de batallar, repartir, compartir y ayudar, frente a la incapacidad para llegar a más. 

A nivel personal ha sido un buen año; un año en el que fueron cristalizando cosas que todavía andaban por dentro difusas y difuminadas.  Conseguí darles una forma tangible y un color consistente. Y un aroma de paz que ha impregnado mis días y mis noches. 

Muchas veces me he visto, sorprendida, observando “mi obra”, contenta, después de estar tanto tiempo trabajando en ella. Sé que está inacabada, porque este trabajo no termina nunca y de vez en cuando te sigues descubriendo manchas en el alma sobre las que frotar, y recuerdos, sentimientos, emociones y heridas que, de vez en cuando, afloran en todo su esplendor de caos y confusión, haciendo que todo se tambalee de nuevo. En ello ando, con el estropajo y la bayeta, limpiando lo que me sobra e intentando sacar brillo a lo que vale la pena conservar. 

He ido creando un mundo nuevo sobre el que volver a levantarme después de haber caído, hace tiempo, en un agujero profundo y oscuro, donde tan solo descubría sombras y en el que los sentimientos que me sobrevolaban eran el de la decepción, la frustración, la culpabilidad por sentirlos, la inseguridad y el miedo. 

Pero de todos mis pecados, hay uno del que me eximo: la capacidad para el rencor. Y lo sé porque el rencor genera la necesidad del desagravio, incluso deseos de resarcimiento y de venganza. Y nunca sentí ni una cosa ni la otra hacia quienes me hicieron daño. Tal vez sí hacía mi misma, es cierto, pero también aprendí a perdonarme. 

La noche de fin de año, cuando quemé el muérdago que había colgado sobre mi puerta durante todo el año que se iba, quemé junto a él lo peor de esos meses. Y fueron dos cosas: una me la guardo para mí y para el cosmos, pero la otra era esta, la incapacidad para la compasión y el perdón de tanta gente y la habilidad para recrearse en el rencor, justificándolo de mil formas posibles. 
 Nada bueno puede construirse sobre esos sentimientos que siguen envolviendo nuestra vida en muchos de sus ámbitos. Por mucho que intento sacar mi escudo protector, esos sentimientos que me llegan desde fuera lo atraviesan y me impiden avanzar en la misma medida que les impide avanzar a quienes los sienten, y me dañan en la misma medida que los dañan a ellos. 

Me gustaría, más que ninguna otra cosa, que este fuera el año del perdón y la compasión; del trabajo personal y en equipo, sin desafíos, discordias, enconos, ni resentimientos. Del espíritu de lucha y de superación, desde una base sólida de justicia y no de necesidad del desagravio; de concordia y no de desunión. 

Un año para la lealtad y la hermandad, sin etiquetas grapadas en la frente del otro. Un año para mirarse a los ojos y ver más allá de ellos. 

Y, cansada también de dar explicaciones de lo que considero obvio, espero que también sea un año en el que nadie me recrimine por sentir así. 



Por todo ello, levanto mi copa y brindo con vosotros. 


Y porque instante a instante construimos el futuro. ¡A por él!