Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. (M. Gandhi)


Nadie comete un error mayor que aquel que no hace nada porque solo puede hacer un poco. (E. Burke)


Dirán que andas por un camino equivocado si andas por tu camino. (A. Porchia)


De GRIAN


LA DAMA DEL LAGO. Por Grian

El lago estaba sumido en una profunda quietud cuando los primeros rayos del sol comenzaron a bañar de oro los torreones pétreos de las montañas. El silencio del pequeño valle sólo se veía adornado con el ocasional canto de un ruiseñor lejano, oculto en las arboledas de las orillas.

Cuando el joven de la mirada soñadora asomó al elevado saliente del camino que daba al valle, se sintió profundamente turbado por la belleza de aquel lugar. Ahora vislumbraba por qué el jardinero amaba tanto aquel lago, por qué se retiraba allí siempre que tenía ocasión.

Se sentó a la orilla del sendero. Desde sus alturas podía contemplar gran parte de la superficie del lago. Sus aguas, aún con el verde oscuro de la noche, parecían abrazar con ternura la pequeña isla que asomaba en la esquina más cercana al improvisado mirador del joven. En medio de ella se elevaban algunos pinos, dándole la apariencia de un pequeño mundo en medio de un universo acuoso.

Al fondo, la pantalla de las montañas no dejaba que el sol inundara el valle con su luz hasta bien entrada la mañana. Y esto, a pesar de los resquicios que dejaba la garganta que, desde la distancia, venía a desembocar en el lago entre paredes y espolones de roca. Por encima, como vigilando el angosto cañón desde las alturas, los farallones rocosos adquirían el aspecto de un viejo castillo que se hubiera fundido con la montaña bajo el hechizo de algún mago de extraño nombre.

No había duda de que aquel lago era un lugar muy especial.

Tras disfrutar plácidamente con la contemplación de un paisaje tan bello como misterioso, el joven de la mirada soñadora tomó el sendero que descendía hasta el lago, entre frutales cuajados de flores y poderosos y ancianos olivos. Quería sentir más de cerca lo que había sentido desde la atalaya del camino, pero también deseaba conversar con una mujer, una dama que había sido muy amiga del jardinero.

Por las indicaciones que le había dado el aprendiz, sabía que podría encontrar a la mujer con las primeras luces del día en las orillas del lago, en unas viejas escaleras que en otro tiempo sirvieran de embarcadero, lugar al que solía ir la dama cada mañana para entregar su alma a la belleza y la quietud del lugar.

Allí la encontró, su silueta solitaria contra la inmensidad de las aguas del lago, abismada en el mundo al que sus ojos abrían el pórtico.

Por un instante dudó en dirigirse a ella, por no turbar su contemplación, aunque también por alargar en su retina la estampa que se le ofrecía a la vista. Al fin se acercó y, con el sonido de sus pasos, la mujer se percató de su presencia.

Estuvieron hablando durante un buen rato en voz baja, como no queriendo turbar la paz del ambiente. El joven soñador le contó cómo había llegado al jardín en busca del jardinero, le habló de su decepción y de su encuentro con el aprendiz, y le dijo los motivos que le habían llevado a buscarla en el lago. La dama, por su parte, escuchó en silencio y con gentileza todo lo que el joven tenía que decir, animándole con preguntas y comentarios cuando él, un tanto turbado, no acababa de encontrar expresión a sus pensamientos.

Al fin, después de quedar expuestos los motivos de la visita, cayó el silencio sobre ellos. El lago se volvió a hacer presente en sus conciencias con toda la fuerza de su presencia, con el latido sordo de su vida contenida.

El joven se abrió al paisaje tal como lo veía la mujer todas las mañanas. De cuando en cuando, las aguas del lago batían con un suave golpeteo los últimos peldaños de la escalera, y mientras, en la distancia, se podían escuchar las cada vez más tímidas incursiones melódicas del ruiseñor.
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Una profunda calma envolvió su corazón.

- Quizás comprendas ahora por qué le gustaba tanto al jardinero venir a este lago –dijo la mujer suavemente.

- Sí. Creo que empiezo a comprender –susurró el joven.

Una tenue sonrisa se deslizó en el rostro de la mujer.

- Hay lugares en la tierra que hablan directamente al alma de todo aquel que se sumerge en sus silencios y se deja acariciar por el arrullo tierno de sus sonidos –dijo-. Ésta es la magia de la Tierra, la que nos devuelve a nuestro origen, a nuestra esencia como hijos suyos y del Cielo.

- Por eso él venía aquí –pensó el joven en voz alta.

- Y por eso yo vivo aquí –agregó la dama.

- ¿Y es en lugares como éste en donde uno puede encontrar lo que su alma busca?

El joven la miraba ahora con un punto de tristeza en los ojos.

- Sí. Aquí, en el jardín en donde vives y en otros muchos lugares –dijo la mujer-. El mundo está lleno de paisajes para el alma anhelante. Solamente hay que buscarlos con el oído del corazón atento y, más pronto que tarde, la paz te hace saber que has encontrado uno de ellos.

El silencio se alió con el ágil trino del ruiseñor en la distancia.


- ¿Fue usted la que le mostró este lugar al jardinero?

- Sí, fui yo –respondió ella-. Mis padres me trajeron aquí por vez primera siendo casi una niña, y no mucho después mi corazón había quedado prisionero del lago.

“Aquí traje al jardinero poco después de su llegada a estas tierras, y por sus senderos encontró lo que su alma reclamaba desde mucho tiempo atrás.”

Un cálido soplo de ternura transfiguró los rasgos de su cara.

- ¿Adónde le habrán llevado sus pasos? –dijo casi en un suspiro-. Buscó y encontró. Y luego supo que tenía que seguir buscando; aunque, entonces, ya más plácidamente, como aquel que simplemente juega a buscar.

El joven de la mirada soñadora hizo un gesto de extrañeza. No terminaba de entender lo que la mujer estaba diciendo.

- Oh, no te preocupes –dijo ella al percatarse de la turbación del joven-. Son cosas que sólo se entienden entre amigos muy cercanos, amigos que han visto paso a paso la vivencia del otro; la confusión, las dudas, los temores, el desconcierto en el que la Vida nos sumerge a todos, pero quizás más a los que no se conforman con los senderos trillados.

La dama hizo una pausa para mirar al joven y, acto seguido, añadió:

- Y es que, tanto él como yo, fuimos siempre unos rebeldes.

Su mirada se volvió a perder en la lejanía de los montes.

- Quizás por esto nuestra amistad haya ido más allá de lo que la mayoría de la gente alcanzaba a entender –continuó-. La gente sólo entiende que las personas se relacionen entre sí en formas definidas y marcadas, sin tener en cuenta que los sentimientos pueden adoptar formas infinitas y llevar a otros modos de relación, sin necesidad de entrar en los tópicos malintencionados con que se regodean algunos.

“Las personas tenemos más matices y más riqueza en nuestro corazón de lo que algunas visiones del mundo nos quieren atribuir, sin tener que recurrir a extraños o inconfesables enlaces que no necesitan las almas libres.”


En los ojos del joven se adivinó una mirada de respeto. Aquella mujer demostraba una profundidad que no había podido suponer en un primer momento.

Ante su nuevo silencio, desvió la mirada para no incomodarla.
El lago batió una vez más en los peldaños inferiores de la escalera, mientras el sol avanzaba inexorablemente ladera abajo por las montañas que antes cubrían las sombras.

- ¡Qué amistad más hermosa! –exclamó al fin el joven, volviéndose de nuevo hacia la dama.

- Sí –dijo ella bajando los ojos-. Nuestra amistad ha sido limpia, inmaculada. Sin presiones ni puntos oscuros. Hemos sido amigos sin darle importancia a la palabra amistad, casi ignorando lo que el concepto pudiera significar para uno u otro. Hemos sido amigos casi por instinto, sin más consideraciones ni explicaciones racionales.

“El tenía su vida y yo la mía. Pero en medio del abismo que separaba nuestros mundos se levantaba robusto e inconmovible el puente de nuestro cariño, y en él nos encontrábamos de vez en cuando para charlar y compartir dudas y sinsabores, descubrimientos y alegrías.

“Él ha sido y es mi amigo. Y yo su amiga, esté donde esté...”

Calló por un instante, como buscando las palabras, y, al fin, concluyó:

- Es así como la Vida quiso que nos tratáramos... y nos quisiéramos.

El suave trino del ruiseñor cesó en la lejanía, como en un tributo de silencio por la nobleza de los sentimientos que se extendían por el lago, y las aguas se inmovilizaron por un instante ante la mirada atónita del joven. Todo en el lago parecía responder a lo que el corazón de aquella mujer había lanzado al infinito.

El joven de la mirada soñadora se volvió hacia la dama con una expresión extraña, mezcla de incredulidad y respeto. Y la mujer, comprendiendo su sorpresa, le dijo con dulzura:

- Mi alma está unida a la del lago. Y cuando lloro, el lago entero me consuela.


Cuento publicado por Grian en su libro "El manantial de las miradas"